Sin título
Un buen día, Lucius Estupendibus sintió un leve dolor de cabeza al despertar por la mañana. Este hecho, que cualquier otro conciudadano pasaría por alto sin mayor importancia, despertó la hipocondría latente de Lucius: él siempre había sido una persona excepcionalmente sana, salvando los dos catarros que sufría puntualmente cada año, y a sus 45 años de edad se mantenía en forma merced a sus largos paseos de vuelta del trabajo y a una dieta equilibrada basada en jugos de mora y alcachofas hervidas.
Para su inquietud, a lo largo de su largo día de oficina, el dolor no remitió, sino que se hizo más intenso aún, punzante, cual losa de cemento sobre su testa. Sus propios subordinados le miraron extrañados al abandonar su despacho, pues era la primera vez en sus 14 años a su servicio uno, y 17 el otro, que salía del banco antes de bien entrada la noche, pero sin duda lo atribuyeron a compromisos que se habría olvidado de notificarles.
La preocupación de Lucius se acrecentó con la primera nausea según ascendía las escaleras hacia su quinto piso sin ascensor. "Debió haberme sentado mal la cena de ayer; no más pizza después de medianoche", pensó mientras se arrastraba como buenamente era capaz hacia su pequeño apartamento de soltero.
Pasado ya el mareo, pronto se dio cuenta de que carecía de medicina alguna en su casa, pues nunca había necesitado de ellas. Como el dolor de cabeza no parecía remitir, sino que más aún crecía y crecía hasta hacerle rechinar los dientes de la terrible presión que sentía contra su cráneo, tomó la decisión: iría a pedirle una Aspirina a su vecina del 4º sin más demora, y algo de calmantes para poder entablar el sueño.
Sorprendentemente, perdió el control cuando Margarita Plátibus le abrió la puerta. La mujer, desconcertada por tan inusual visita de su vecino a quien apenas conocía de cruzárselo en el portal, se presentó ante él en un ténue camisón que dejaba entrever una madurez bien entendida. Lucius, tras mirarla largamente, comenzó a besarla con enorme fruición, a lo que Margarita, que desde hacía 6 años vivía sola con su canario, no pudo resistirse..
Bien entrado el día se despertó Margarita por un notable ruido contusivo. "Churriquito habrá vuelto a tirar la jaula; cualquier día quedará atrapado entre los barrotes mientras esté fuera de casa", reflexionó, y lentamente se desperezó. En seguida notó algo pegajoso en su piel, y asustada abrió rápidamente los ojos.
La escena del cuartucho era dantesca: por todas partes había restos de una sustancia viscosa y grisácea, un extraño tejido que resbalaba lentamente por la pared de enfrente del dormitorio hasta llegar a la cómoda, y que impregnaba en irregulares manchas el techo. Margarita, presa momentáneamente del pánico, apenas tuvo la presencia de ánimo para mirar a su compañero de lecho. Donde se apoyaba anoche su cabeza hoy sólo quedaba una mancha negruzca, alargada y en forma de llama, y restos de su materia encefálica. Y en el centro de su cabeza, un pequeño ratón de ojos ensangrentados, atusándose los bigotes lentamente.
"Vaya, ha vuelto a pasar", se lamentó Margarita, ya habiendo reconocido la situación, y se levantó de la cama a prepararse el desayuno. "Menos mal que iba a pintar las paredes la semana que viene"...
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