Vuelo 123
Cuando la pobre Keiko abrió los ojos no daba crédito. Se tocó la cara, dolorida, atónita, extrañada de seguir viva. A su alrededor no había nada salvo el azul del mar, mezclándose con el del cielo sin solución de continuidad alguna. Giró la cabeza lentamente. A sus pies se hallaba un gran pino, en una de cuyas ramas estaba sentada a horcajadas.
Según pasaba la sensación inicial, iba recuperando los sentidos lentamente. El silencio a su alrededor era absoluto, apenas roto por la brisa que acariciaba la copa del árbol, y por un lejano crepitar de llamas. Un fuerte olor desconocido penetraba sus fosas nasales hasta remover sus entrañas. Poco a poco punzadas de agonía pasaban el umbral de su conciencia.
Los restos del Boeing 747 yacían esparcidos hasta donde alcanzaba su vista.